Una
vez, cuando era chico, en pleno ataque de odio a un maestro por una
reprimenda que me dejó en evidencia frente a toda la clase, comencé
a dejarme llevar por mi imaginación alimentada por mi odio. Tal era
el enfado que sentía hacia esa persona que comencé a gozar
imaginando que le ocurrían todo tipo de desgracias: Que se le morían
los hijos, que lo echaban del colegio y terminaba viviendo en la
calle y cosas similares.
Teniendo
en cuenta que por entonces debía yo tener unos diez años y mi
cabeza parecía una olla a presión, poco habría de extraño en lo
que acabo de contar y, aunque tal vez algo macabro, no dejaba de ser
hasta inocente.
Pero
lo que yo quiero contar empezó cuando la adrenalina bajaba e iba
eliminando ese extraño velo que provoca la ira. Aún seguía con
ojos asesinos todos sus movimientos cuando comencé a detenerme a
observar su vestimenta, sus zapatos, su camisa.
Me
imaginé a ese hombre vistiéndose por las mañanas cada día,
eligiendo su ropa, o tal vez eligiéndosela su mujer, calzándose sus
zapatos.
Imaginé
la escena cotidiana del desayuno familiar en el salón o tal vez en
la cocina, con sus hijos… ¿Cómo sería ese hombre, tan estricto
con nosotros, con ellos? ¿Y con su mujer?
Imaginé
la vestimenta que estaba usando colgada en la tienda de ropa cuando
la estaba eligiendo y tal vez diciéndole a su esposa “¡Mira que
camisa tan bonita!”
Imaginé
el sabor de su café en el desayuno, imaginé su hastío de colegio,
de gritos y de niños, sentí su alegría en momentos que no
conseguía imaginar, pero que sabía que existirían. Y el dolor sus
pérdidas, sus derrotas diarias y conflictos familiares.
Entonces
recordé que hacía tan solo un momento había disfrutado imaginando
ese dolor y me invadió esa sensación oprimente que significa la
pérdida de un ser querido –aún estaba presente en mi cabeza la
pérdida de mi abuelo y esa impotencia de ser consciente que nunca
más iba a sentir sus besos y sus abrazos-, de estar desamparado y
solo.
Y
me sentí un miserable.
Mis
ojos, que hasta entonces mantenía encendidos de ira y desafiantes,
sosteniendo la mirada como si salieran rayo de ellos, estaban ahora
hundidos y mirando hacia el suelo.
Terminó
la clase. Mi conciencia me decía que debía acercarme y disculparme.
Mi orgullo me decía que jamás, antes muerto que reconocer mi error.
Ya bastante tenía con esa sensación de ahogo que me provocaba la
culpa. Nadie hay más tirano que uno mismo para infringirse un
castigo.
Caminaba
cabizbajo buscando la puerta de la clase en dirección al patio
cuando resonó su voz como un trueno en medio del bullicio
-
¡Escarcena!
Levanté
la mirada preguntándome qué querría ahora este hombre. El simple
pensamiento de una nueva retahíla me hacía sentir como si me
estuviese aplastando una losa. Lo miré no ya con odio en mi cara, si
no con algo así como confusión
-
Que no vuelva a ocurrir ¿De acuerdo?
Asentí
lentamente. Bajé la cabeza y me fui en silencio hacia el patio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario