jueves, 27 de septiembre de 2018

Odio


Una vez, cuando era chico, en pleno ataque de odio a un maestro por una reprimenda que me dejó en evidencia frente a toda la clase, comencé a dejarme llevar por mi imaginación alimentada por mi odio. Tal era el enfado que sentía hacia esa persona que comencé a gozar imaginando que le ocurrían todo tipo de desgracias: Que se le morían los hijos, que lo echaban del colegio y terminaba viviendo en la calle y cosas similares.

Teniendo en cuenta que por entonces debía yo tener unos diez años y mi cabeza parecía una olla a presión, poco habría de extraño en lo que acabo de contar y, aunque tal vez algo macabro, no dejaba de ser hasta inocente.

Pero lo que yo quiero contar empezó cuando la adrenalina bajaba e iba eliminando ese extraño velo que provoca la ira. Aún seguía con ojos asesinos todos sus movimientos cuando comencé a detenerme a observar su vestimenta, sus zapatos, su camisa.
Me imaginé a ese hombre vistiéndose por las mañanas cada día, eligiendo su ropa, o tal vez eligiéndosela su mujer, calzándose sus zapatos.
Imaginé la escena cotidiana del desayuno familiar en el salón o tal vez en la cocina, con sus hijos… ¿Cómo sería ese hombre, tan estricto con nosotros, con ellos? ¿Y con su mujer?
Imaginé la vestimenta que estaba usando colgada en la tienda de ropa cuando la estaba eligiendo y tal vez diciéndole a su esposa “¡Mira que camisa tan bonita!”
Imaginé el sabor de su café en el desayuno, imaginé su hastío de colegio, de gritos y de niños, sentí su alegría en momentos que no conseguía imaginar, pero que sabía que existirían. Y el dolor sus pérdidas, sus derrotas diarias y conflictos familiares.
Entonces recordé que hacía tan solo un momento había disfrutado imaginando ese dolor y me invadió esa sensación oprimente que significa la pérdida de un ser querido –aún estaba presente en mi cabeza la pérdida de mi abuelo y esa impotencia de ser consciente que nunca más iba a sentir sus besos y sus abrazos-, de estar desamparado y solo.
Y me sentí un miserable.
Mis ojos, que hasta entonces mantenía encendidos de ira y desafiantes, sosteniendo la mirada como si salieran rayo de ellos, estaban ahora hundidos y mirando hacia el suelo.

Terminó la clase. Mi conciencia me decía que debía acercarme y disculparme. Mi orgullo me decía que jamás, antes muerto que reconocer mi error. Ya bastante tenía con esa sensación de ahogo que me provocaba la culpa. Nadie hay más tirano que uno mismo para infringirse un castigo.
Caminaba cabizbajo buscando la puerta de la clase en dirección al patio cuando resonó su voz como un trueno en medio del bullicio

- ¡Escarcena!

Levanté la mirada preguntándome qué querría ahora este hombre. El simple pensamiento de una nueva retahíla me hacía sentir como si me estuviese aplastando una losa. Lo miré no ya con odio en mi cara, si no con algo así como confusión

- Que no vuelva a ocurrir ¿De acuerdo?

Asentí lentamente. Bajé la cabeza y me fui en silencio hacia el patio.

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